Existió una vez un joven que desde muy niño creció sin la dulzura de su madre. Tras la muerte de aquélla que le diera la vida, Airjul quedó al cuidado de su padre, un hombre de buen corazón pero rudo en modales; quizás fuese la rudeza de los fríos amaneceres, la furia del mar, el fustigante sol del mediodía, o el regreso a la playa, en el ocaso, con las redes vacías.
Aunque Airjul ayudaba a su padre en la dura tarea de pescar, ya desde joven se notaba en él un aire delicado y cierta aura de melancolía. Sus ojos se abrían más propensos a la ensoñación que a los palpables detalles de la realidad. Su mirada parecía ver más allá de la orilla, de las olas, del horizonte, como si indagara en el universo de los sueños y sólo en éste se sintiera en su casa. Su padre no veía con agrado esa tendencia aislante del muchacho, ese ausentismo de las cosas cotidianas, pero tampoco podía quejarse puesto que sus jóvenes manos realizaban la faena con presteza y eficacia.
Cierto día, mientras contemplaba un bello atardecer, Airjul se quedó dormido sobre una roca y soñó con hermosas doncellas que se bañaban en un río, jugando al tiempo que entonaban alegres cánticos. Entre ellas había una llamada Zoraida, bellísima, que le sonreía atrevida, salpicándole agua para reclamar su atención, y después se alejaba. El joven intentaba correr tras de ella pero, por más esfuerzos que hiciera, sus pies avanzaban tan despacio que la distancia entre ambos se ensanchaba a cada paso, hasta que finalmente la perdió de vista.
Airjul se despertó agitado y, aunque sabía que tan sólo era un sueño, quedó desde entonces enamorado de Zoraida. En ella pensaba noche y día; su corazón no encontraba sosiego ante las preguntas que le formulaba su mente: ¿Existe algún lugar del mundo donde ella se encuentre? ¿Cómo podré saber dónde? ¿Cuándo la veré?
Con estas preguntas en su pensamiento pescaba un día junto a su padre, a la orilla del río. Apenas extendieron la red, atraparon una carpa muy grande de un color pardo verdusco. ¡Y grande fue la alegría de ambos, pero escasas las fuerzas necesarias para levantarla! El hombre pensó que no les quedaba otro remedio que cortar el pez en varios pedazos para sacarlo del agua; así que ordenó a su hijo que fuese a casa a buscar un hacha. Sin embargo, por más que el muchacho buscó por todos los rincones de la casa, no encontró la herramienta. Con las manos vacías regresó al río.
– ¡Joven despistado! –rezongó el padre enojado–. ¡Ven! Sostén fuerte esta red y por nada del mundo dejes que la carpa se escape –y diciendo esto le pasó al muchacho la red y él mismo se fue a buscar la herramienta que necesitaba.
Cuando Airjul sujetaba la malla, el pez le habló:
– Buen muchacho, ¡sálvame, te lo ruego! –imploró–. Yo también tengo hijos que alimentar. Si me sueltas, mi familia y yo te quedaremos muy agradecidos y, de ahora en adelante, te ayudaremos cuando estés en dificultades.
– Yo quisiera soltarte –le dijo Airjul angustiado–, pero mi padre tiene un carácter muy agrio y me castigará duramente. Por otro lado, si no te suelto, me dará mucha lástima cuando te vea hecha trozos. Estoy en un apuro, no sé qué hacer.
– Todo aprieto se resuelve tarde o temprano, muchacho. Pero en este caso con poco tiempo contamos. Te sugiero que esperes a que venga tu padre y yo empezaré a saltar en la red. Tú simularás no poder sujetarme y me soltarás. Si tu padre te golpease enfadado, te tiras al río y yo te salvaré.
El padre volvió corriendo con el hacha en la mano, y la carpa comenzó a agitarse.
– ¡Padre! ¡Ven rápido, no la puedo sujetar! –al tiempo que gritaba, Airjul iba soltando la red hasta que el gran pez se sumergió en el agua.
El padre, que había sido pescador toda su vida, nunca había capturado una carpa tan grande; al ver con sus propios ojos cómo su hijo la dejaba ir, se enfureció y corrió hacia el joven con el hacha en alto. Airjul sintió más miedo de la ira que dominaba a su progenitor, que de éste mismo. Sin pensarlo un segundo se tiró al río donde la carpa, tan pronto vio al muchacho, se lo tragó y en su estómago lo llevó hasta el fondo del río.
Siete días, con sus noches incluidas, se quedó el joven en la panza del pez. Una experiencia que le resultó grata durante una semana, pero que ya no quería prolongar por más tiempo.
– ¡Déjame salir de aquí! –gritó una mañana–. Después de oler todo el tiempo a pescado, mi olfato echa de menos el aroma de las flores. ¡Entre ellas es más posible que encuentre a Zoraida!
– El amor tiene infinitas fragancias, muchacho –respondió la carpa–. Mantén puro tu olfato para que puedas reconocer a tu flor. Pero si mientras la buscas necesitaras ayuda, recuerda siempre que me tendrás a tu disposición.
Y dicho esto la carpa sacó la cabeza a la superficie, aspiró una bocanada de aire y en menos de lo que canta un gallo Airjul se encontró de pie en la orilla. Miró para todos lados intentando orientarse, pero el lugar le resultó tan extraño como desconocido. “Caminaré siguiendo el margen del río. Seguro que su curso me conduce a un lugar habitado –pensó–. Anduvo sin apenas descanso el día entero y, ya con la luz rojiza del ocaso, llegó a un desfiladero de piedras. Bajo el barranco se veía una fuente de agua cristalina que fluía armoniosamente, con matas y prados verdosos aflorando a su alrededor; variadísimas flores silvestres de todos los colores embellecían el paisaje, y pajarillos alegres entonaban canciones armoniosas.
Airjul contempló el hermoso panorama y pensó: ¡Qué mejor lugar que éste para descansar!”. Sin demora se recostó sobre la blandura del prado, quedándose dormido enseguida. Durmió durante toda la noche y ya estaba entrada la mañana, cuando el vacío en su estómago le obligó a incorporarse. Y recién se desperezaba pensando por qué dirección seguiría su viaje, cuando escuchó un ruido cercano. Levantó la cabeza y vio sobre una roca colindante dos pequeñas águilas reales que, con los ojos brillantes, miraban hacia abajo graznando lastimosamente. Luego miró hacia el suelo y descubrió una gran boa que salía de su cueva y reptaba hacia los aguiluchos. El muchacho se puso en pie de inmediato y, con mucha agilidad, rodeó la roca, levantó una gran piedra y se la tiró a la boa en la cabeza.
Los aguiluchos se pusieron muy contentos al verse a salvo de la serpiente que intentaba hacerles daño.
– ¡Acércate! –le saludaron– Queremos agradecerte que nos hayas salvado la vida.
Airjul se acercó al nido. Los aguiluchos le acariciaron las mejillas y la frente con sus alas. Y en estas muestras de afecto se hallaban cuando el cielo se volvió oscuro y empezó a soplar un fuerte viento que doblaba los arbustos contra el suelo. Entonces dos águilas de considerable tamaño emergieron de entre siete capas de nubes, dieron tres vueltas sobre el desfiladero y bajaron en picada, dejando delante de los aguiluchos un gran erizo que habían atrapado. Normalmente los pequeños se hubieran abalanzado a cogerlo, pero en esta ocasión lo primero que hicieron fue contarles a sus padres cómo Airjul les había salvado.
Las águilas miraron respetuosamente al joven. Luego acariciaron con sus alas el rostro del muchacho, y una de ellas le dijo:
– Hace años que no podemos criar los aguiluchos que quisiéramos porque la serpiente se los acababa comiendo. Ahora que tú la has eliminado, no hay duda que nuestra camada crecerá.
– Queremos agradecerte tu bondad, muchacho. Cuéntanos tu propósito y te ayudaremos a volar sobre él –continuó la otra.
– Muchas gracias, pero mi propósito se llama Zoraida y aún no sé dónde encontrarla.
Entonces, una de las águilas se arrancó de su ala derecha una pluma y se la entregó a Airjul:
– El camino, como el amor, es imprevisible. Cuando tengas alguna dificultad quema esta pluma. Sin importarnos el lugar ni la hora nosotros acudiremos en tu ayuda.
Airjul se despidió de sus nuevos amigos y siguió su camino durante un día entero de marcha hasta llegar a los pies de una montaña. Allí hubo de esconderse cuando vio que un cazador apuntaba su fusil hacia un zorro que se encontraba a pocos metros de distancia. El animal, nervioso, no tenía escapatoria. “Ese zorro también debe tener hijos. ¡Qué tristes se pondrán ellos si él se muere!” pensó. Y exactamente en el momento en que el cazador iba a disparar, el muchacho voló como una flecha y lo detuvo diciéndole:
– ¡Perdónele la vida! Si lo mata ¿qué será de sus crías?
Furioso y conmovido al mismo tiempo, el cazador comprobó que su presa había aprovechado la interrupción del muchacho para desaparecer. Se colgó el fusil al hombro y se alejó de Airjul diciendo:
– Yo también tengo hijos que alimentar, mocoso.
Cuando Airjul se quedó solo, el zorro se le acercó enormemente agradecido:
– ¡Nunca olvidaré que me has salvado! Si deseas pedirme algo, dímelo, que yo te ayudaré a conseguirlo.
– En este momento no necesito nada, amigo, ¡a no ser que tú conozcas a una tal Zoraida! –contestó el joven.
– ¡Ojalá la conociera! Encantado te conduciría hacia ella. Pero, antes de separarnos quiero que sepas lo siguiente: si alguna vez te encuentras en una dificultad, enciende un fuego en este mismo lugar y, por más lejos que yo me encuentre, no tengas duda que vendré corriendo en tu ayuda.
El zorro desapareció apenas hubo terminado de hablar, y Airjul siguió su camino. Anduvo otro día más hasta que vio una enorme muralla que bordeaba una gran ciudad con un castillo alzándose sobre un cerro. Se aproximó hacia una de las entradas y al momento observó que una muchedumbre venía caminando en su dirección.
– Abuelo –le preguntó extrañado a un viejito–. ¿A dónde va tanta gente?
– ¿No lo sabes, hijo mío? Vamos al campo de ejecuciones.
– ¡Campo de ejecuciones! ¿Qué lugar es ése?
– Es un sitio donde se ejecuta a la gente. Hoy le ha tocado a un joven cumplir con su condena, y nosotros vamos a verlo.
– Y ¿qué crimen ha cometido?
– Ese joven no ha cometido ningún crimen, ni siquiera ha robado. Simplemente no ha cumplido las condiciones que se le habían requerido para casarse.
– ¿Condiciones para casarse? ¿Qué condiciones son ésas?
Y he aquí lo que el buen hombre le relató a Airjul:
En aquella ciudad había un rey que tenía una hija tan bella como caprichosa. Muchos ilustres mancebos habían ido a pedirle matrimonio, pero ninguno había tenido éxito. Ella poseía un espejo mágico en el cual se reflejaban todos los rincones del reino y más allá, tanto el paraíso como el infierno. La princesa siempre imponía la misma condición para desposarse: quien quisiera su mano debía esconderse en el plazo de tres días, y en el lugar que creyera más seguro. Al vencer el tiempo la infanta subía a la torre más alta del palacio y a través de su espejo miraba por doquier. Si en el espejo no se reflejaba la imagen del joven, se celebraría la boda; de lo contrario, no sólo no aceptaba casarse sino que ordenaba la muerte del pretendiente. Así habían perdido la vida muchos ilusionados aspirantes que aceptaron tan singulares condiciones. Y ésa era la razón por la cual iban a ejecutar al joven en aquellos instantes.
“Qué condición tan cruel. Si no se termina con este absurdo muchos jóvenes seguirán camino de la muerte hasta que esa princesa se haga vieja y fea.” Con estos pensamientos se dirigió Airjul hasta la puerta del palacio y le habló al guardia:
– He sabido que su excelencia la infanta se quiere casar; por ello vine desde muy lejos a pedirle en matrimonio. Le ruego que le transmita mi deseo y que ella tenga la gracia de darme la oportunidad.
– Bien –dijo la princesa al escuchar el informe de su guardia–. Dile a ese joven que desde ahora empiece a buscar un sitio donde esconderse, y que dentro de tres días, a esta misma hora, subiré a lo alto del palacio para buscarlo con mi espejo.
“Iré a pedirle a la gran carpa que me ayude”, pensó Airjul cuando el guardia le transmitió las palabras de la princesa. Y sin darle más vueltas, caminó tres días sin parar hasta que llegó al lugar donde lo había dejado el pez. Apenas se tiró al río, la carpa salió a su encuentro y le preguntó preocupada:
– ¿Qué desgracia te ha sucedido?
– ¡Ayúdame, por favor! Sólo tú puedes esconderme donde nadie me encuentre. Y sólo así podré salvar de una flor venenosa la vida de muchos jóvenes.
– Bien, bien, amigo, te ayudaré; pero antes de entrar en mi estómago recuerda que todo aprieto se resuelve tarde o temprano.
Y, diciendo esto, el pez abrió su gran boca y se tragó a Airjul. Luego ordenó a todos los pececillos que nadaran hacia el curso superior, y que revolvieran el barro para lograr que el agua del río quedara turbia. Miles de peces se reunieron como un enjambre de abejas y, moviendo el barro con sus colas y sus cabezas, dejaron la límpida agua del río tan turbia y oscura que ni los rayos del sol podían penetrarla.
Este suceso aconteció justo cuando se cumplía el plazo impuesto por la princesa que, subiendo a la parte superior del palacio, proyectó su espejo hacia el desierto, las praderas y la montaña. Pero fue mientras enfocaba sobre el río que por fin divisó a su pretendiente durmiendo en el estómago de una gran carpa.
– ¡Lo encontré! –exclamó dando saltos de alegría.
Y acto seguido ordenó a los soldados que fuesen a apresar a Airjul, indicándoles con todo detalle el lugar exacto donde habrían de encontrarlo.
Cuando el muchacho fue conducido ante la princesa y ésta se disponía a dar la orden de ejecución, intervino el rey diciendo:
– ¡Un momento, hija mía! Este muchacho ha buscado un escondite más ingenioso que tus anteriores pretendientes. No lo mates por el momento, y dale otra oportunidad de esconderse.
Para no contrariar a su progenitor, la muchacha aceptó la propuesta, no sin antes advertirle a Airjul:
– Por esta vez te perdono la vida, pero la prueba continúa ¡Escóndete de nuevo!
“¿Adónde me voy a ocultar?” pensó Airjul. Y, de súbito, se acordó de las águilas. Apresuradamente se dirigió hasta el desfiladero donde se despidieran. Una vez allí sacó la pluma y la quemó. Al rato el día se oscureció y empezó a soplar un fuerte viento. Una gran águila salió de entre las nubes, dio tres vueltas en círculo y detuvo su vuelo frente al joven.
– Buen amigo, ¿por qué necesitas mi ayuda?
Airjul le contó todo lo sucedido y al final le imploró:
– ¡Ayúdame, por favor!
– Está bien, móntate en mi lomo, pero ¡por nada del mundo vayas a mirar hacia abajo! Cierra los ojos y piensa que todo aprieto se resuelve tarde o temprano –dijo el águila mientras lo elevaba hacia las nubes.
Esto sucedía justo en el momento en que la infanta se disponía a mirar con su espejo. Ansiosa, lo proyectó hacia todos los rincones del reinado, y más allá, pero por ninguna parte aparecía el muchacho. ¿Dónde se habría escondido? Sin darse cuenta enfocó el espejo hacia el cielo, y así fue que descubrió a Airjul entre las nubes.
– ¡Lo encontré! –anunció dando saltos– pero esta vez será más difícil de atrapar que antes. Está montado en un águila que vuela en las alturas. Hasta allí no llegan las flechas y sería en vano gritarle. Pero hay una solución: Yo he observado que, después de volar durante mucho tiempo, el águila siempre baja al mismo estanque a tomar agua. Cuando esto suceda, los soldados estarán acechando.
Los soldados se dirigieron al pantano y se escondieron entre los cañaverales. El águila ya llevaba muchas horas volando sin parar y hacía rato que notaba la garganta seca. Entonces decidió buscar un agua que le refrescase. Airjul desmontó de su espalda algo mareado. Y, justo cuando ambos bebían, los soldados gritaron al unísono. El águila se espantó y levantó el vuelo antes de que el joven tuviese tiempo de subirse a su lomo: atrapado de nuevo, fue llevado ante la princesa.
¡Esta vez sí que su escondite había sido inimaginable!, se comentaba con entusiasmo en boca de ilustres y criados, en los amplios salones y en todos los rincones del palacio. Por ello no fue de extrañar que, cuando la princesa ya iba a ordenar la ejecución, la reina saliera en defensa del muchacho.
– ¡Este joven ha hecho algo insólito, hija! Otórgale otra oportunidad.
La princesa aceptó una nueva prórroga y le dijo a Airjul:
– Estás de suerte, joven. Te permito que vuelvas a esconderte. Sin embargo, recuerda bien que ésta será tu última oportunidad.
Airjul tenía bien claro una cosa: si esta vez lo encontraban ya no saldría nadie en su defensa. ¿Qué hacer? De pronto recordó la promesa del zorro y decidió pedirle ayuda. Caminó sin descanso hasta que llegó al pie de la montaña donde había salvado al raposo de la muerte. Allí se apresuró a recoger unas hierbas secas e hizo una fogata. Cuando apenas el humo se elevaba, el zorro llegó corriendo, tan veloz como el viento.
– Mi buen amigo, ¿qué te ha sucedido? ¿Para qué me necesitas?
Airjul le contó detalladamente todo lo que ocurría y le pidió al zorro una demostración de su astucia. Éste último contestó:
– Siento que vengas tan apurado, muchacho. Pero todo aprieto se resuelve tarde o temprano. En realidad, tu problema no es nada del otro mundo. Espera aquí un momento –y diciendo esto comenzó a cavar una fosa por la que desapareció.
Airjul se quedó afuera aguardando, esperó y esperó pero el zorro no salía. Así transcurrió el día y el zorro seguía sin salir. Pasó otro día y ya se acercaba la hora decisiva en que la princesa subiría a la torre, pero el raposo no aparecía.
¿Qué hacer? se preguntaba retorciéndose los dedos con desesperación cuando, de pronto, el zorro salió del túnel y le dijo con urgencia:
– ¡Entra aquí, amigo! He cavado un túnel que llega hasta la parte inferior del palacio de la princesa. El final del pasadizo está separado de la superficie por una delgada capa de tierra y, además, he improvisado una pequeña abertura por donde entra la luz del sol. Tú espera justamente en ese lugar. Es seguro que ahí la princesa no te encontrará. Cuando ella se canse y rendida dé por terminado el juego, te presentas ante ella. ¡Adelante, joven, te deseo éxito!
Y, diciendo esto, el zorro se volvió a la montaña mientras que Airjul se deslizaba apresuradamente por el túnel. En tanto, la princesa ya había subido a lo alto del palacio y miraba con su espejo mágico las montañas y valles, el desierto y la pradera, las nubes, los ríos y los lagos, pero no hallaba ni la sombra del muchacho.
Justamente cuando la princesa recorría con su espejo desde los sitios más lejanos hasta los más cercanos, Airjul se iba aproximando al lugar donde ella estaba, aunque a muchos metros por debajo. Afortunadamente, ella no pensó que alguien osara esconderse bajo sus pies. Cansada de buscarlo, triste y descorazonada, comenzó a descender de la torre y se presentó ante la sala de los reyes para decirles que estaba dispuesta a casarse.
Para anunciar tan esperada boda, los reyes celebraron una fiesta a la que fueron invitados muchos representantes del reino. La sorpresa fue que Airjul, delante de toda la corte, se dirigió respetuosamente a los soberanos:
– Les agradezco mucho el honor que me conceden, pero yo sólo soy el hijo de un pescador. No podría hacer feliz a una princesa que necesita de un espejo para verme.
Después hizo una reverencia a los reyes, miró fugazmente a la infanta que, por cierto, en nada se parecía a su Zoraida soñada, y se retiró tranquilamente del palacio.
La gente se quedó estupefacta cuando la caprichosa princesa, encendida por la ira, tiró al suelo su espejo mágico, y ¡plaf! allí quedó hecho añicos…
Pasaron muchos días y algunos meses. Airjul vadeó incontables ríos, atravesó montañas y llanos hasta que a lo lejos divisó un pueblo que relucía a la luz del mediodía con sus fachadas encaladas de blanco. Acercándose por la exuberante vereda notó como si ese lugar ya lo hubiese visitado en sus sueños. La imagen de Zoraida se le presentó con tal nitidez que casi podía olerla entre las amapolas del camino.
Como en un trance anduvo por las calles sin un rumbo fijo, con la esperanza de encontrarla. Finalmente, apesadumbrado, tomó asiento al lado de un pozo que encontró en los contornos del pueblo. Allí descansaba cuando una anciana que venía con dos cubos a cargar agua, notó el desvelo del joven y el preguntó:
– Hijo, ¿qué pena te aqueja?
– Abuela, ¿por qué asoma la esperanza como un sol entre las nubes y luego se esconde tras los nubarrones de la desesperación? – respondió Airjul
– ¿No sabes, muchacho, que todo aprieto se resuelve tarde o temprano?
– Eso mismo me dijo la carpa, y el águila, y el zorro. Pero mis amigos quedaron lejos y aquí a nadie conozco… Quisiera quedarme en este pueblo pero no tengo techo, ni comida, ni ocupación.
– Hijo, no pienses más, ¿para qué te vas a buscar más penas? ¡Para quejas, los huesos doloridos de esta vieja que tienes delante! Pero busquemos una solución. Si quieres, hasta que encuentres algo mejor, puedes quedarte a vivir en mi humilde morada, a cambio podrías ayudarme con el ganado.
Airjul aceptó encantado y, llevando a cuestas los dos baldes rebosantes de agua, siguió a la anciana hasta su casa. En el camino pasaron por unos cañaverales que bordeaban el río donde se oía la voz cantarina de una muchacha, las risas vivaces de otras y el sonido de chapoteos en el agua. Airjul pasó de largo siguiendo a la abuela, sin apenas atreverse a mirar las doncellas; pero de pronto escuchó que una de ellas gritaba:
– ¡Ése ha sido otro de tus cuentos, Zoraida! ¿Dónde se ha visto que un joven quepa en el estómago de una carpa, o que pueda volar sobre las alas de un águila, o que un zorro quiera ser su amigo?
Y otra de las jóvenes dijo entre risas:
– ¿Y dónde se ha visto que haya una princesa que mire a un espejo con otra intención que no sea la de preguntarle: espejito mágico, acaso no soy yo la más bella del baile…?
A lo que Zoraida les respondió:
– ¿Y quién no os dice que no seamos nosotras mismas personajes de un cuento que alguien se está imaginando?…