Ondas expansivas

Las emociones se identifican con el elemento agua.
En las Aguas de la Consciencia Colectiva, una mano invisible lanza una piedra con una emoción cualquiera (pongamos por ejemplo el Miedo), generando una onda expansiva que crece y crece a medida que más consciencias individuales resuenan con el miedo y se suman a esa ondulación.
En esas mismas Aguas se desliza ahora una pluma, del color de la Esperanza y con la forma de un cuento, que bien podría generar su propia onda expansiva, aunque una pluma no pese tanto como una piedra:

“En aquellos tiempos donde todas las voces parecían encontrarse y alzar su propia voz, los seres humanos vivían rápido y pensaban con impaciente lentitud. Eran los días propicios para el giro de un nuevo ciclo por explorar y descubrir, de un periodo inédito en el que la Humanidad sellaría la paz como escenario imprescindible para el cumplimiento de su soberanía y esplendor.
¿Paz? ¿Dónde? Eran las preguntas incontestables de una tierra consumida por el miedo, el desamor, la avaricia. Y, sin embargo, las respuestas se iban gestando en un nuevo paradigma que, imperceptible aún para la gran mayoría, alentaba el surgimiento de posibilidades posibles, de potencialidades poderosas, en un escenario de superación sobre tantas inercias revestidas de normalidad.
Las respuestas nacían en mentes apenas escuchadas que fueron uniéndose en un único destino. En la gestación de aquella nueva biografía del porvenir, surgió una primera chispa de ese fuego vital que daría un nuevo camino a la esperanza humana. Era inevitable que la agónica y quejosa repetición de ultratumba se abriese por fin a la luz, como una crisálida se abre al delicado vuelo en la metamorfosis que la convierte en mariposa.
Nacía pues la esperada voz de la esperanza, asomando en el naciente de un nuevo mundo. Y era la misma voz que pedía el acceso libre a la vida, despegando los labios por primera vez para compartir sus primeros sonidos de presencia y libertad.
Una Humanidad nueva amanecía entre las sombras de la noche. Se apagaban los ecos pasados del naufragio de tantas humanidades incumplidas, mientras el presente daba la bienvenida a una llamada ancestral, como un latido en la profundidad de cada criatura, en la esencia salvaje y universal de todos los seres nacidos para la gran aventura de vivir.
En el delicado hilo de la luz y del tiempo, la materia viva de aquellos días encontró sus refugios entre la realidad de lo visible y la no menos realidad de lo invisible. Era el tiempo de una gran alianza entre las mentes creadoras de un nuevo porvenir. El crecimiento de nuestra humanidad había llegado a su masa crítica. La Humanidad emergía de cada incursión, inocente y limpia de mentiras, con resplandecientes chispas de vida en cada conquista de paz, regresando victoriosa a la importancia de aquello que es verdaderamente importante, comenzando por la propia vida.
Fue el atrevimiento de lo nunca vivido (o de lo vivido solamente en ideales pero no en actos), dando fuerza a una memoria inédita que nos permitió regresar a nuestra propia soberanía, a nuestra más genuina Naturaleza, desde la profundidad y misterio de todas las historias olvidadas. La memoria de lo que siempre hemos estado destinados a ser. La memoria inédita de nuestra Humanidad…”

Historia de un caballo

Me contaron hace poco sobre la feliz recuperación que el magnífico ejercicio de escribir ejerció sobre un loco internado muchos años en un manicomio.
Un día se acerca nuestro amigo al despacho del director para informarle que, en su opinión, se percibe a sí mismo completamente cuerdo, después de haber tomado la sabia decisión de escribir un libro.
El director, interesado y atento, le pregunta por el título del libro, a lo cual el loco responde: “Historia de un caballo”
El director le anima a escribirlo, pidiéndole que, una vez terminado, vuelvan a encontrarse.
Seis meses más tarde, el loco vuelve al despacho del director para comunicarle que ya está terminado el libro y se puede proceder a su lectura.
El director, complacido, ve caer sobre la mesa un manuscrito de 587 páginas. Toma el tocho en sus manos y comienza a leer.
Título: Historia de un caballo
Autor: Un loco cualquiera (felizmente curado)
Prólogo: Más rápido que el viento
Primera página: tracatrá
Segunda página: tracatrá tracatrá.
Tercera página: tracatrá tracatrá tracatrá
Cuarta página: tracatrá tracatrá tracatrá tracatrá
Así, hasta llegar a la penúltima página del gran volumen. Pero, antes de pasar a la página 587, el director mira fijamente a los ojos del loco y le pregunta: “¿Cómo termina esta historia?”
A lo cual, felizmente curado, responde el autor: “Sooooooooo”

El diario de Blanca

He perdido la noción de los días, meses, quizás años, que llevo vagando por esta orilla del río. Ni siquiera recuerdo ya en qué momento perdí la esperanza de que alguien me adoptase en el seno de una familia y, tramo a tramo, hube de aceptar mi irremediable destino de vagabunda.

Las gentes que encontré, me fueron echando de cada sitio donde buscaba arrimo con ansias de un bocado que colmase, al menos en parte, el desgarrador hueco que desde siempre araña mi estómago. Tal vez fuera pedir demasiado una mirada de afecto que acariciase las llagas de mi alma. Los bocados los tuve que robar a hurtadillas, y el cariño jamás lo vi en esas manos castigadas por el sol que laboran la tierra, ni en esos ojos resecos que hurgan entre las nubes una lluvia fina que fecunde las cosechas. Muy por el contrario, recogí el mismo grito de diferentes labios –“largo de aquí, chucho”–, a veces un golpe desprevenido y en ocasiones alguna pedrada. Y así fui avanzando desde el nacimiento del río -donde debieron abandonarme cuando apenas era un cachorrillo-, empujada siempre por el rechazo de aquellos que no querían ver mis huellas en sus cultivos, ni ante su vista mi figura andrajosa, convertida en albergue para los insectos y parásitos oportunistas.

Muchas veces, sobre todo en mis momentos más lamentables, me pregunté qué habría sido de mi vida si en vez de avanzar por esta orilla del río hubiese elegido la otra. Este planteamiento me hizo buscar un vado por donde cruzar al otro lado, en el intento de cambiar mi suerte. Pero el río es ancho y caudaloso, motivo por el que aún no he conseguido vadearlo. No, no me atrevo con esta corriente. Lo cual no significa que me haya resignado a tan errático destino, sino que espero el momento propicio que cambie mi estrella de una vez por siempre. En algún sitio debe hallarse la pasarela que cambie mi suerte, y ha sido su búsqueda la causante de todas mis desdichas, aunque, también tengo que reconocerlo, a ese sueño de alcanzarla le debo el aprendizaje que me hace superar las duras pruebas que constantemente impone la Naturaleza.

Cuando llegué a este tramo de la vega, donde ahora puedo ladrar mis memorias, el huerto estaba deshabitado. Sólo algunos días, por momentos que me parecían fugaces, acudía una pareja de ancianos que faenaban con presteza y se iban rápido con el capacho cargado de hortalizas. Quizá fuera por eso de las prisas que ni siquiera tuvieron tiempo de fijarse en mi presencia, y tal vez fuese por sus breves visitas que yo me acostumbré a vivir al descubierto, sin la tensión que siempre me han impuesto los propietarios de estos campos. Lo que sí está claro es que fue la ausencia de sobresaltos la que me hizo ganar algunos kilos, ya que mi barriga sigue haciendo los mismos ruidos de siempre. Es el dragón del hambre creciendo en mis entrañas, hasta hacerse tan grande que todavía no hallo forma ni opípara comida que por completo lo sacie.

Las características de esta huerta me invitaron a hacer un paréntesis en mi etapa errante. Y ha sido al detenerme cuando he podido apreciar el movimiento en las cosas que a simple vista me parecían congeladas en el tiempo. La hierba, el río, los árboles, la tierra, siempre están ahí, nunca se movieron de su sitio como puedo hacerlo yo y, sin embargo, ahora aprecio el constante cambio que hormiguea en lo estático. En la soledad de este huerto he aprendido a estirarme para coger el fruto que el árbol aún no quiere soltar. Fruto amargo en comparación con aquél otro que las ramas me regalaron en el momento justo, y del que hasta mi dragón interno se ha deleitado con el dulzor de su jugo.

Aquí mi única distracción consiste en observar el ciclo natural de todos los seres que me rodean. Nacen, crecen, dejan su semilla y desaparecen. Sin embargo, algo raro me pasa por contraste con estos entes. Sé que no puedo crecer más, y quizá por eso me estiro para alcanzar esos espacios que la vida le ha vetado a mi diminuta naturaleza. Estirarme para descubrir el vergel que intuyo en la otra orilla y, aunque no puedo cruzar el río, reconocer sus frutos en este lado. Y así ha sido que he aprendido de lo minúsculo que es el ciclo de una flor, un insecto o una mariposa. He observado cómo se ensanchan los ciclos en los que el viento se detiene y deja reposar el calor hasta que la tierra baldía grita a lo alto su ruego reseco; o aquéllos en los que el cielo sopla su hálito frío y la lluvia se congela antes de llegar al suelo.

En este retiro pasé uno de esos grandes ciclos en que los sudores dieron paso a las tiriteras, que a su vez se calmaron cuando el campo recuperó los colores de la primavera. La buena nueva la trajo una pareja de golondrinas que empezó a acumular barro para construir su nido en el tejado de la casa. Cuando la hembra revistió el interior con hierba y plumas, pensé que era el momento ideal para retomar el destino errante que había sido interrumpido casi un año antes. Y ya me alejaba siguiendo el curso del río, cuando el estruendo de unos ladridos retumbó en el lugar.

Entonces le vi, tan negro, tan guapo. Responde y obedece al nombre de Airjul. Es sorprendente lo que me ha pasado. De repente la otra orilla se ha convertido en ésta. Ya no busco el puente ni la pasarela, pues con el amor de un perro labrador puedo volar a donde sea…

Ocupados

Durante toda la existencia de Airjul, fue «inútil» la palabra con que todos le nombraron; la escuchó tanto en boca de familiares y amigos que su nombre quedó en el olvido. Sin embargo, él nunca se consideró un inútil por huir del trabajo y pasar su vida inventando artefactos. Cierto es que al verse tan humillado quiso ahuyentar su genialidad, pero ésta le persiguió hasta el final de sus días.
Cuando la muerte le llegó, Airjul tuvo la perversa suerte de ser conducido al Paraíso de los Ocupados, donde, sin descanso, los difuntos clamaban al son de la música de las esferas:
– El trabajo nos dignifica…
– El tiempo es oro…
– Lo importante son los resultados…
Como Airjul no hallaba su nota concordante en ese coro, pronto se dirigió al Presidente del Paraíso y le dijo:
– Este cielo se ha equivocado de fichaje conmigo. Soy un inútil para el trabajo.
– Alguna habilidad tendrás –alegó el otro.
– Sólo sé inventar cosas sin utilidad.
– Bien, pues ése será tu trabajo en este lugar.
Y así fue cómo en el Paraíso de los Ocupados pronto se vieron coches, teléfonos, ordenadores, televisiones…, y cómo los finados, por primera vez en un evo, disfrutaron de unas vacaciones.

Un cuento de agradecimiento

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El día vino como Los Reyes Magos, cargadito de regalos. Como dijo María (cuando nos cantó con toda su gracia “Los campanilleros”): todos los días son un nacimiento de la luz, y cualquier momento es bueno para cantar un villancico si nos pone en esa disposición de sentir y acoger la fuerza de lo naciente. Gracias a tod@s, de corazón, por tantos regalos que habéis traído a este Encuentro… Podría escribir páginas y páginas reconociendo los “guiños” que el Universo hace a través de vuestras miradas, de vuestros gestos, de vuestra presencia, pero, quizás porque hoy está lloviendo y he pensado en el fuego, os quiero compartir, así a modo de cuento, el significado de un regalo en concreto:
Unas noches antes del equinoccio de otoño había soñado con un fuego que se apagaba y, ahí dentro de la ensoñación me veía a mí misma sentada, encogida, sin más leña que ofrecer a las llamas, contemplando con frío en el alma cómo el manto gris de las cenizas iba comiéndose el fulgor del rescoldo último. Es de una impotencia desoladora ver que una lumbre se apaga y no puedes hacer nada para avivarla. Recuerdo que cuando ya me había rendido a la evidencia de que no depende de mí que arda lo que ha de apagarse ahí al lado, en el mismo sueño me nació la voluntad de prender el fuego ahí dentro de mí, soplarle a la llama en mi corazón. Y así fue que en un tiempo sin tiempo dancé a la noche glacial como si yo misma fuese un fuego encendido. Entonces amaneció…
Por eso, Rosa, aunque me resistí a aceptarlo porque no tengo una pared donde luzca tu arte en todo su esplendor, reconocí la esencia y el significado del gran regalo que has traído contigo. Fue como si en el lienzo hubieses plasmado la intensidad y el calor de esa mujer de fuego que percibí en mis sueños. Fue como si el día me hiciera un guiño a través de esa imagen. Fue como si hubieras pintado mi sueño. Gracias por borrar las cenizas con la magia de tus pinceles y mostrarme que no importa si no hay leña, pues están los colores, la poesía y el amor que mantienen encendida la llama en nuestros corazones.
¡Gracias, Rosa! Aquí te comparto el texto que me inspiró tu taller de ArteTerapia… Hoy es Siempre Todavía
Flor del aire eres,
libertad en tus alas llevas,
luz de colores es tu vuelo,
aleteo de dicha en el corazón.
Nota 1: Para quienes estáis leyendo este cuento, deciros que si algún día os queréis hacer un regalo mágico, que os pongáis en contacto con Rosa Lopez. Seguro que sus pinceles encenderán todos los colores que lleváis en el alma. Hoy es Siempre Todavía

Nota 2: ¡¡¡Gracias a tod@s!!! Maribel, Agustí, Mercedes, Pedro, Montserrat, Michel, María José, Antonio, Sonia, Eusebi, Elvi, Rosa, María… 

Un cuento de verano

Me cuentan las estrellas que, mucho antes de que la Naturaleza desplegase sus fuerzas en el ser humano, convivieron en  una montaña de este planeta un dragón, una serpiente y un águila. La relación entre los tres seres fue armoniosa mientras cada cual ocupó su lugar sin pretender ser el otro ni coartar la identidad ajena. Pero sucedió que un día la serpiente sintió la hartura infinita de arrastrarse sin tregua por la piel de la tierra y, contemplando un vuelo glorioso, tuvo envidia de las alas del águila. Consciente de que el gran pájaro no le entregaría nunca su fuego, el reptil se deslizó hasta las entrañas de la montaña para buscar la fuerza que necesitaba. Allí encontró al dragón que, ni harto ni pretencioso, dormitaba en la quietud de sus dominios y, suministrándole el reptil grandes dosis del conocimiento acumulado en la superficie, le despertó del ensueño profundo.
Cuentan las estrellas que la montaña entera tembló, y hasta se partió en dos cuando despertó iracundo el dragón, consciente ahora, eso sí, de su encierro ignorante que estaba siendo ilustrado por una serpiente envidiosa. Desde las alturas del vuelo, sin embargo, los ojos del águila contemplaron dos lenguas comunicándose, una lanzaba fuego y la otra veneno. Pero el corazón del pájaro bebió únicamente de la fuerza y el conocimiento, trazándole un nuevo signo a la página azul del cielo…

En Tetería Ararat
C/ Alfredo Nobel nº 8 – Málaga

¡¡¡Gracias, amig@s, por ese rato tan entrañable que generó vuestra presencia!!!

Girasoles al amanecer

La historia desplegada en estas páginas se desarrolla en una Comunidad del Valle Sagrado de Perú. Sus protagonistas son Buscadores de diferentes países que unen sus vidas para crecer juntos, acogiendo las costumbres y el conocimiento de una cultura ancestral. Aunque el escenario y los personajes descritos propicien la narrativa sobre los misterios de una Tradición milenaria, el desarrollo de la obra profundiza más en las relaciones a todos los niveles: con la naturaleza, con los elementos, con el trabajo, con el mundo invisible, con los compañeros de viaje; en definitiva, con uno mismo. Es la historia de una comunidad de Hombres y Mujeres Medicina que eligen el camino de la sanación, mostrando con sus vidas cómo enfrentar la existencia de una forma más sencilla, honesta y fuerte…

“Girasoles decaídos tras una larga noche de sombras oscuras, que despertaron una mañana abriendo sus pétalos a la luz del amanecer, elevaron sus corazones hacia el cielo y no necesitaron más motivo, para colmar el nuevo día, que girar en dirección al sol…”

Si deseas regalar o regalarte este libro en formato impreso, contacta con: lamagiadelasrelaciones@gmail.com

También está disponible en formato digital en: Bubok  y Amazon

          

Somos flechas lanzadas por la vida, en cada elección marcamos nuestra proyección, nuestro destino, todas las elecciones que hice convergieron en este lugar, en este camino…

Y es cierto que elecciones muy importantes hube de hacer antes de viajar a Perú. Cualquiera podría pensar que cruzar el océano, hoy en día, no tiene nada de extraordinario: muchas personas pueden aprovechar el mes de vacaciones en conocer otros países, más o menos exóticos. En mi caso, sin embargo, fue una cuestión de conseguir más tiempo del que se requiere para hacer turismo. Desde siempre, más que la figura del turista, me interesó la del peregrino, o viajero que se busca a sí mismo en otras culturas o formas de entender la vida. Hay viajes y viajes, pero los más auténticos, pienso yo, son aquellos que nos devuelven a casa como seres diferentes y más acordes con nuestra verdadera naturaleza.

… Sin embargo, lo más extraordinario de esta experiencia es que podría haber sucedido, y puede suceder, en cualquier lugar del mundo. Lo más sorprendente es que las voces que suenan en estas páginas podrían ser, en esencia, las de cualquier persona que se baja un rato del mundo con el propósito de descubrir quién vive bajo los ropajes diseñados por su tradición, cultura o circunstancias vitales…

Todo se resuelve

Existió una vez un joven que desde muy niño creció sin la dulzura de su madre. Tras la muerte de aquélla que le diera la vida, Airjul quedó al cuidado de su padre, un hombre de buen corazón pero rudo en modales; quizás fuese la rudeza de los fríos amaneceres, la furia del mar, el fustigante sol del mediodía, o el regreso a la playa, en el ocaso, con las redes vacías.
Aunque Airjul ayudaba a su padre en la dura tarea de pescar, ya desde joven se notaba en él un aire delicado y cierta aura de melancolía. Sus ojos se abrían más propensos a la ensoñación que a los palpables detalles de la realidad. Su mirada parecía ver más allá de la orilla, de las olas, del horizonte, como si indagara en el universo de los sueños y sólo en éste se sintiera en su casa. Su padre no veía con agrado esa tendencia aislante del muchacho, ese ausentismo de las cosas cotidianas, pero tampoco podía quejarse puesto que sus jóvenes manos realizaban la faena con presteza y eficacia.
Cierto día, mientras contemplaba un bello atardecer, Airjul se quedó dormido sobre una roca y soñó con hermosas doncellas que se bañaban en un río, jugando al tiempo que entonaban alegres cánticos. Entre ellas había una llamada Zoraida, bellísima, que le sonreía atrevida, salpicándole agua para reclamar su atención, y después se alejaba. El joven intentaba correr tras de ella pero, por más esfuerzos que hiciera, sus pies avanzaban tan despacio que la distancia entre ambos se ensanchaba a cada paso, hasta que finalmente la perdió de vista.
Airjul se despertó agitado y, aunque sabía que tan sólo era un sueño, quedó desde entonces enamorado de Zoraida. En ella pensaba noche y día; su corazón no encontraba sosiego ante las preguntas que le formulaba su mente: ¿Existe algún lugar del mundo donde ella se encuentre? ¿Cómo podré saber dónde? ¿Cuándo la veré?
Con estas preguntas en su pensamiento pescaba un día junto a su padre, a la orilla del río. Apenas extendieron la red, atraparon una carpa muy grande de un color pardo verdusco. ¡Y grande fue la alegría de ambos, pero escasas las fuerzas necesarias para levantarla! El hombre pensó que no les quedaba otro remedio que cortar el pez en varios pedazos para sacarlo del agua; así que ordenó a su hijo que fuese a casa a buscar un hacha. Sin embargo, por más que el muchacho buscó por todos los rincones de la casa, no encontró la herramienta. Con las manos vacías regresó al río.
– ¡Joven despistado! –rezongó el padre enojado–. ¡Ven! Sostén fuerte esta red y por nada del mundo dejes que la carpa se escape –y diciendo esto le pasó al muchacho la red y él mismo se fue a buscar la herramienta que necesitaba.
Cuando Airjul sujetaba la malla, el pez le habló:
– Buen muchacho, ¡sálvame, te lo ruego! –imploró–. Yo también tengo hijos que alimentar. Si me sueltas, mi familia y yo te quedaremos muy agradecidos y, de ahora en adelante, te ayudaremos cuando estés en dificultades.
– Yo quisiera soltarte –le dijo Airjul angustiado–, pero mi padre tiene un carácter muy agrio y me castigará duramente. Por otro lado, si no te suelto, me dará mucha lástima cuando te vea hecha trozos. Estoy en un apuro, no sé qué hacer.
– Todo aprieto se resuelve tarde o temprano, muchacho. Pero en este caso con poco tiempo contamos. Te sugiero que esperes a que venga tu padre y yo empezaré a saltar en la red. Tú simularás no poder sujetarme y me soltarás. Si tu padre te golpease enfadado, te tiras al río y yo te salvaré.
El padre volvió corriendo con el hacha en la mano, y la carpa comenzó a agitarse.
– ¡Padre! ¡Ven rápido, no la puedo sujetar! –al tiempo que gritaba, Airjul iba soltando la red hasta que el gran pez se sumergió en el agua.
El padre, que había sido pescador toda su vida, nunca había capturado una carpa tan grande; al ver con sus propios ojos cómo su hijo la dejaba ir, se enfureció y corrió hacia el joven con el hacha en alto. Airjul sintió más miedo de la ira que dominaba a su progenitor, que de éste mismo. Sin pensarlo un segundo se tiró al río donde la carpa, tan pronto vio al muchacho, se lo tragó y en su estómago lo llevó hasta el fondo del río.
Siete días, con sus noches incluidas, se quedó el joven en la panza del pez. Una experiencia que le resultó grata durante una semana, pero que ya no quería prolongar por más tiempo.
– ¡Déjame salir de aquí! –gritó una mañana–. Después de oler todo el tiempo a pescado, mi olfato echa de menos el aroma de las flores. ¡Entre ellas es más posible que encuentre a Zoraida!
– El amor tiene infinitas fragancias, muchacho –respondió la carpa–. Mantén puro tu olfato para que puedas reconocer a tu flor. Pero si mientras la buscas necesitaras ayuda, recuerda siempre que me tendrás a tu disposición.
Y dicho esto la carpa sacó la cabeza a la superficie, aspiró una bocanada de aire y en menos de lo que canta un gallo Airjul se encontró de pie en la orilla. Miró para todos lados intentando orientarse, pero el lugar le resultó tan extraño como desconocido. “Caminaré siguiendo el margen del río. Seguro que su curso me conduce a un lugar habitado –pensó–. Anduvo sin apenas descanso el día entero y, ya con la luz rojiza del ocaso, llegó a un desfiladero de piedras. Bajo el barranco se veía una fuente de agua cristalina que fluía armoniosamente, con matas y prados verdosos aflorando a su alrededor; variadísimas flores silvestres de todos los colores embellecían el paisaje, y pajarillos alegres entonaban canciones armoniosas.
Airjul contempló el hermoso panorama y pensó: ¡Qué mejor lugar que éste para descansar!”. Sin demora se recostó sobre la blandura del prado, quedándose dormido enseguida. Durmió durante toda la noche y ya estaba entrada la mañana, cuando el vacío en su estómago le obligó a incorporarse. Y recién se desperezaba pensando por qué dirección seguiría su viaje, cuando escuchó un ruido cercano. Levantó la cabeza y vio sobre una roca colindante dos pequeñas águilas reales que, con los ojos brillantes, miraban hacia abajo graznando lastimosamente. Luego miró hacia el suelo y descubrió una gran boa que salía de su cueva y reptaba hacia los aguiluchos. El muchacho se puso en pie de inmediato y, con mucha agilidad, rodeó la roca, levantó una gran piedra y se la tiró a la boa en la cabeza.
Los aguiluchos se pusieron muy contentos al verse a salvo de la serpiente que intentaba hacerles daño.
– ¡Acércate! –le saludaron– Queremos agradecerte que nos hayas salvado la vida.
Airjul se acercó al nido. Los aguiluchos le acariciaron las mejillas y la frente con sus alas. Y en estas muestras de afecto se hallaban cuando el cielo se volvió oscuro y empezó a soplar un fuerte viento que doblaba los arbustos contra el suelo. Entonces dos águilas de considerable tamaño emergieron de entre siete capas de nubes, dieron tres vueltas sobre el desfiladero y bajaron en picada, dejando delante de los aguiluchos un gran erizo que habían atrapado. Normalmente los pequeños se hubieran abalanzado a cogerlo, pero en esta ocasión lo primero que hicieron fue contarles a sus padres cómo Airjul les había salvado.
Las águilas miraron respetuosamente al joven. Luego acariciaron con sus alas el rostro del muchacho, y una de ellas le dijo:
– Hace años que no podemos criar los aguiluchos que quisiéramos porque la serpiente se los acababa comiendo. Ahora que tú la has eliminado, no hay duda que nuestra camada crecerá.
– Queremos agradecerte tu bondad, muchacho. Cuéntanos tu propósito y te ayudaremos a volar sobre él –continuó la otra.
– Muchas gracias, pero mi propósito se llama Zoraida y aún no sé dónde encontrarla.
Entonces, una de las águilas se arrancó de su ala derecha una pluma y se la entregó a Airjul:
– El camino, como el amor, es imprevisible. Cuando tengas alguna dificultad quema esta pluma. Sin importarnos el lugar ni la hora nosotros acudiremos en tu ayuda.
Airjul se despidió de sus nuevos amigos y siguió su camino durante un día entero de marcha hasta llegar a los pies de una montaña. Allí hubo de esconderse cuando vio que un cazador apuntaba su fusil hacia un zorro que se encontraba a pocos metros de distancia. El animal, nervioso, no tenía escapatoria. “Ese zorro también debe tener hijos. ¡Qué tristes se pondrán ellos si él se muere!” pensó. Y exactamente en el momento en que el cazador iba a disparar, el muchacho voló como una flecha y lo detuvo diciéndole:
– ¡Perdónele la vida! Si lo mata ¿qué será de sus crías?
Furioso y conmovido al mismo tiempo, el cazador comprobó que su presa había aprovechado la interrupción del muchacho para desaparecer. Se colgó el fusil al hombro y se alejó de Airjul diciendo:
– Yo también tengo hijos que alimentar, mocoso.
Cuando Airjul se quedó solo, el zorro se le acercó enormemente agradecido:
– ¡Nunca olvidaré que me has salvado! Si deseas pedirme algo, dímelo, que yo te ayudaré a conseguirlo.
– En este momento no necesito nada, amigo, ¡a no ser que tú conozcas a una tal Zoraida! –contestó el joven.
– ¡Ojalá la conociera! Encantado te conduciría hacia ella. Pero, antes de separarnos quiero que sepas lo siguiente: si alguna vez te encuentras en una dificultad, enciende un fuego en este mismo lugar y, por más lejos que yo me encuentre, no tengas duda que vendré corriendo en tu ayuda.
El zorro desapareció apenas hubo terminado de hablar, y Airjul siguió su camino. Anduvo otro día más hasta que vio una enorme muralla que bordeaba una gran ciudad con un castillo alzándose sobre un cerro. Se aproximó hacia una de las entradas y al momento observó que una muchedumbre venía caminando en su dirección.
– Abuelo –le preguntó extrañado a un viejito–. ¿A dónde va tanta gente?
– ¿No lo sabes, hijo mío? Vamos al campo de ejecuciones.
– ¡Campo de ejecuciones! ¿Qué lugar es ése?
– Es un sitio donde se ejecuta a la gente. Hoy le ha tocado a un joven cumplir con su condena, y nosotros vamos a verlo.
– Y ¿qué crimen ha cometido?
– Ese joven no ha cometido ningún crimen, ni siquiera ha robado. Simplemente no ha cumplido las condiciones que se le habían requerido para casarse.
– ¿Condiciones para casarse? ¿Qué condiciones son ésas?
Y he aquí lo que el buen hombre le relató a Airjul:
En aquella ciudad había un rey que tenía una hija tan bella como caprichosa. Muchos ilustres mancebos habían ido a pedirle matrimonio, pero ninguno había tenido éxito. Ella poseía un espejo mágico en el cual se reflejaban todos los rincones del reino y más allá, tanto el paraíso como el infierno. La princesa siempre imponía la misma condición para desposarse: quien quisiera su mano debía esconderse en el plazo de tres días, y en el lugar que creyera más seguro. Al vencer el tiempo la infanta subía a la torre más alta del palacio y a través de su espejo miraba por doquier. Si en el espejo no se reflejaba la imagen del joven, se celebraría la boda; de lo contrario, no sólo no aceptaba casarse sino que ordenaba la muerte del pretendiente. Así habían perdido la vida muchos ilusionados aspirantes que aceptaron tan singulares condiciones. Y ésa era la razón por la cual iban a ejecutar al joven en aquellos instantes.
“Qué condición tan cruel. Si no se termina con este absurdo muchos jóvenes seguirán camino de la muerte hasta que esa princesa se haga vieja y fea.” Con estos pensamientos se dirigió Airjul hasta la puerta del palacio y le habló al guardia:
– He sabido que su excelencia la infanta se quiere casar; por ello vine desde muy lejos a pedirle en matrimonio. Le ruego que le transmita mi deseo y que ella tenga la gracia de darme la oportunidad.
– Bien –dijo la princesa al escuchar el informe de su guardia–. Dile a ese joven que desde ahora empiece a buscar un sitio donde esconderse, y que dentro de tres días, a esta misma hora, subiré a lo alto del palacio para buscarlo con mi espejo.
“Iré a pedirle a la gran carpa que me ayude”, pensó Airjul cuando el guardia le transmitió las palabras de la princesa. Y sin darle más vueltas, caminó tres días sin parar hasta que llegó al lugar donde lo había dejado el pez. Apenas se tiró al río, la carpa salió a su encuentro y le preguntó preocupada:
– ¿Qué desgracia te ha sucedido?
– ¡Ayúdame, por favor! Sólo tú puedes esconderme donde nadie me encuentre. Y sólo así podré salvar de una flor venenosa la vida de muchos jóvenes.
– Bien, bien, amigo, te ayudaré; pero antes de entrar en mi estómago recuerda que todo aprieto se resuelve tarde o temprano.
Y, diciendo esto, el pez abrió su gran boca y se tragó a Airjul. Luego ordenó a todos los pececillos que nadaran hacia el curso superior, y que revolvieran el barro para lograr que el agua del río quedara turbia. Miles de peces se reunieron como un enjambre de abejas y, moviendo el barro con sus colas y sus cabezas, dejaron la límpida agua del río tan turbia y oscura que ni los rayos del sol podían penetrarla.
Este suceso aconteció justo cuando se cumplía el plazo impuesto por la princesa que, subiendo a la parte superior del palacio, proyectó su espejo hacia el desierto, las praderas y la montaña. Pero fue mientras enfocaba sobre el río que por fin divisó a su pretendiente durmiendo en el estómago de una gran carpa.
– ¡Lo encontré! –exclamó dando saltos de alegría.
Y acto seguido ordenó a los soldados que fuesen a apresar a Airjul, indicándoles con todo detalle el lugar exacto donde habrían de encontrarlo.
Cuando el muchacho fue conducido ante la princesa y ésta se disponía a dar la orden de ejecución, intervino el rey diciendo:
– ¡Un momento, hija mía! Este muchacho ha buscado un escondite más ingenioso que tus anteriores pretendientes. No lo mates por el momento, y dale otra oportunidad de esconderse.
Para no contrariar a su progenitor, la muchacha aceptó la propuesta, no sin antes advertirle a Airjul:
– Por esta vez te perdono la vida, pero la prueba continúa ¡Escóndete de nuevo!
“¿Adónde me voy a ocultar?” pensó Airjul. Y, de súbito, se acordó de las águilas. Apresuradamente se dirigió hasta el desfiladero donde se despidieran. Una vez allí sacó la pluma y la quemó. Al rato el día se oscureció y empezó a soplar un fuerte viento. Una gran águila salió de entre las nubes, dio tres vueltas en círculo y detuvo su vuelo frente al joven.
– Buen amigo, ¿por qué necesitas mi ayuda?
Airjul le contó todo lo sucedido y al final le imploró:
– ¡Ayúdame, por favor!
– Está bien, móntate en mi lomo, pero ¡por nada del mundo vayas a mirar hacia abajo! Cierra los ojos y piensa que todo aprieto se resuelve tarde o temprano –dijo el águila mientras lo elevaba hacia las nubes.
Esto sucedía justo en el momento en que la infanta se disponía a mirar con su espejo. Ansiosa, lo proyectó hacia todos los rincones del reinado, y más allá, pero por ninguna parte aparecía el muchacho. ¿Dónde se habría escondido? Sin darse cuenta enfocó el espejo hacia el cielo, y así fue que descubrió a Airjul entre las nubes.
– ¡Lo encontré! –anunció dando saltos– pero esta vez será más difícil de atrapar que antes. Está montado en un águila que vuela en las alturas. Hasta allí no llegan las flechas y sería en vano gritarle. Pero hay una solución: Yo he observado que, después de volar durante mucho tiempo, el águila siempre baja al mismo estanque a tomar agua. Cuando esto suceda, los soldados estarán acechando.
Los soldados se dirigieron al pantano y se escondieron entre los cañaverales. El águila ya llevaba muchas horas volando sin parar y hacía rato que notaba la garganta seca. Entonces decidió buscar un agua que le refrescase. Airjul desmontó de su espalda algo mareado. Y, justo cuando ambos bebían, los soldados gritaron al unísono. El águila se espantó y levantó el vuelo antes de que el joven tuviese tiempo de subirse a su lomo: atrapado de nuevo, fue llevado ante la princesa.
¡Esta vez sí que su escondite había sido inimaginable!, se comentaba con entusiasmo en boca de ilustres y criados, en los amplios salones y en todos los rincones del palacio. Por ello no fue de extrañar que, cuando la princesa ya iba a ordenar la ejecución, la reina saliera en defensa del muchacho.
– ¡Este joven ha hecho algo insólito, hija! Otórgale otra oportunidad.
La princesa aceptó una nueva prórroga y le dijo a Airjul:
– Estás de suerte, joven. Te permito que vuelvas a esconderte. Sin embargo, recuerda bien que ésta será tu última oportunidad.
Airjul tenía bien claro una cosa: si esta vez lo encontraban ya no saldría nadie en su defensa. ¿Qué hacer? De pronto recordó la promesa del zorro y decidió pedirle ayuda. Caminó sin descanso hasta que llegó al pie de la montaña donde había salvado al raposo de la muerte. Allí se apresuró a recoger unas hierbas secas e hizo una fogata. Cuando apenas el humo se elevaba, el zorro llegó corriendo, tan veloz como el viento.
– Mi buen amigo, ¿qué te ha sucedido? ¿Para qué me necesitas?
Airjul le contó detalladamente todo lo que ocurría y le pidió al zorro una demostración de su astucia. Éste último contestó:
– Siento que vengas tan apurado, muchacho. Pero todo aprieto se resuelve tarde o temprano. En realidad, tu problema no es nada del otro mundo. Espera aquí un momento –y diciendo esto comenzó a cavar una fosa por la que desapareció.
Airjul se quedó afuera aguardando, esperó y esperó pero el zorro no salía. Así transcurrió el día y el zorro seguía sin salir. Pasó otro día y ya se acercaba la hora decisiva en que la princesa subiría a la torre, pero el raposo no aparecía.
¿Qué hacer? se preguntaba retorciéndose los dedos con desesperación cuando, de pronto, el zorro salió del túnel y le dijo con urgencia:
– ¡Entra aquí, amigo! He cavado un túnel que llega hasta la parte inferior del palacio de la princesa. El final del pasadizo está separado de la superficie por una delgada capa de tierra y, además, he improvisado una pequeña abertura por donde entra la luz del sol. Tú espera justamente en ese lugar. Es seguro que ahí la princesa no te encontrará. Cuando ella se canse y rendida dé por terminado el juego, te presentas ante ella. ¡Adelante, joven, te deseo éxito!
Y, diciendo esto, el zorro se volvió a la montaña mientras que Airjul se deslizaba apresuradamente por el túnel. En tanto, la princesa ya había subido a lo alto del palacio y miraba con su espejo mágico las montañas y valles, el desierto y la pradera, las nubes, los ríos y los lagos, pero no hallaba ni la sombra del muchacho.
Justamente cuando la princesa recorría con su espejo desde los sitios más lejanos hasta los más cercanos, Airjul se iba aproximando al lugar donde ella estaba, aunque a muchos metros por debajo. Afortunadamente, ella no pensó que alguien osara esconderse bajo sus pies. Cansada de buscarlo, triste y descorazonada, comenzó a descender de la torre y se presentó ante la sala de los reyes para decirles que estaba dispuesta a casarse.
Para anunciar tan esperada boda, los reyes celebraron una fiesta a la que fueron invitados muchos representantes del reino. La sorpresa fue que Airjul, delante de toda la corte, se dirigió respetuosamente a los soberanos:
– Les agradezco mucho el honor que me conceden, pero yo sólo soy el hijo de un pescador. No podría hacer feliz a una princesa que necesita de un espejo para verme.
Después hizo una reverencia a los reyes, miró fugazmente a la infanta que, por cierto, en nada se parecía a su Zoraida soñada, y se retiró tranquilamente del palacio.
La gente se quedó estupefacta cuando la caprichosa princesa, encendida por la ira, tiró al suelo su espejo mágico, y ¡plaf! allí quedó hecho añicos…

Pasaron muchos días y algunos meses. Airjul vadeó incontables ríos, atravesó montañas y llanos hasta que a lo lejos divisó un pueblo que relucía a la luz del mediodía con sus fachadas encaladas de blanco. Acercándose por la exuberante vereda notó como si ese lugar ya lo hubiese visitado en sus sueños. La imagen de Zoraida se le presentó con tal nitidez que casi podía olerla entre las amapolas del camino.
Como en un trance anduvo por las calles sin un rumbo fijo, con la esperanza de encontrarla. Finalmente, apesadumbrado, tomó asiento al lado de un pozo que encontró en los contornos del pueblo. Allí descansaba cuando una anciana que venía con dos cubos a cargar agua, notó el desvelo del joven y el preguntó:
– Hijo, ¿qué pena te aqueja?
– Abuela, ¿por qué asoma la esperanza como un sol entre las nubes y luego se esconde tras los nubarrones de la desesperación? – respondió Airjul
– ¿No sabes, muchacho, que todo aprieto se resuelve tarde o temprano?
– Eso mismo me dijo la carpa, y el águila, y el zorro. Pero mis amigos quedaron lejos y aquí a nadie conozco… Quisiera quedarme en este pueblo pero no tengo techo, ni comida, ni ocupación.
– Hijo, no pienses más, ¿para qué te vas a buscar más penas? ¡Para quejas, los huesos doloridos de esta vieja que tienes delante! Pero busquemos una solución. Si quieres, hasta que encuentres algo mejor, puedes quedarte a vivir en mi humilde morada, a cambio podrías ayudarme con el ganado.
Airjul aceptó encantado y, llevando a cuestas los dos baldes rebosantes de agua, siguió a la anciana hasta su casa. En el camino pasaron por unos cañaverales que bordeaban el río donde se oía la voz cantarina de una muchacha, las risas vivaces de otras y el sonido de chapoteos en el agua. Airjul pasó de largo siguiendo a la abuela, sin apenas atreverse a mirar las doncellas; pero de pronto escuchó que una de ellas gritaba:
– ¡Ése ha sido otro de tus cuentos, Zoraida! ¿Dónde se ha visto que un joven quepa en el estómago de una carpa, o que pueda volar sobre las alas de un águila, o que un zorro quiera ser su amigo?
Y otra de las jóvenes dijo entre risas:
– ¿Y dónde se ha visto que haya una princesa que mire a un espejo con otra intención que no sea la de preguntarle: espejito mágico, acaso no soy yo la más bella del baile…?
A lo que Zoraida les respondió:
– ¿Y quién no os dice que no seamos nosotras mismas personajes de un cuento que alguien se está imaginando?…

El viaje de Marco

dedicado a Marco Antonio Cortés Montoya, 2008

El viaje de MarcoÉrase una vez un acontecimiento que podía haber pasado en cualquier día del año pero ocurrió el 29 de octubre de 2008. Dicho caso, que a continuación te voy a relatar, le podía haber sucedido a cualquier niño de este planeta azul, pero le pasó a uno que, entre todos los nombres del santoral, fue bautizado como Marco.

¡Sí, así como te llamas tú!

Marco, este muchachito del que te hablo, podía haber sido rubio o pelirrojo, de piel clara y ojos verdosos como los de su padre; pero no, tomó la tez aceitunada y los ojos castaños de su madre. Y también, por qué no decirlo, una dulzura innata en sus rasgos angelicales –aunque este último detalle no se sabe a quién ha de adjudicársele–.

Podía haber vivido este infante en cualquier lugar del país, pero lo cierto es que desde los dos añitos residía en un pueblo de Andalucía llamado Castillo de Locubín…

Como todos los niños de este pueblo, también Marco iba cada día al colegio, pero en la fecha en que sucedieron los hechos ocurrió algo excepcional. ¡Era su cumpleaños! Y con motivo de celebrar esos siete añitos, sus padres le habían preparado un regalo fenomenal. ¡Una excursión para que Marco y sus amigos disfrutaran en un parque de atracciones muy especial!

En el día señalado el otoño les regaló una mañana soleada aunque, todo hay que decirlo, una fresca brisilla sacudía las pocas hojas que quedaban en los temblorosos árboles; un hecho que sin duda anunciaba la cercanía de otro invierno. Las atracciones del Diver Park también lucían invernales y solitarias cuando los cinco niños, bien abrigados, entraron en el parque a media mañana.
– ¿Por qué no hay gente todavía, Marco? –le preguntó al festejado su amigo Jose María.
– Porque mi papá conoce al dueño de este sitio y le ha pedido que hoy nos reserven el parque completo para nosotros solitos –respondió Marco muy satisfecho.
– ¡Qué bicoca! – exclamó Raúl–. Así podremos subir a todas las atracciones sin tener que hacer cola…
– ¡Empecemos por ésa! –Álvaro señalaba el carrusel y ya iba dando zancadas hacia él.
– ¡Esperadme, que yo también quiero marearme! –gritó Jose mientras aceleraba el paso.

cuentame tu cuentoMarco y sus amigos disfrutaron sin límites de todas las atracciones disponibles. Hicieron carreras en los cars, giraron en la noria y el carrusel, saltaron en las camas elásticas, se balancearon en los diferentes autos y ¡hasta algunos hoyos en el mini-golf acertaron!

 Sin embargo, fue a última hora cuando los padres de Marco desvelaron por fin la gran sorpresa que le tenían reservada a su benjamín.
–  Pero, papá, este coche no es ninguna extrañeza. Ya lo conozco de otros parques a los que antes me has llevado…
Marco estaba señalando un gran coche rojo al que su padre, con gran regocijo, le había ido retirando el toldo; hasta que finalmente apareció el auto ante la mirada decepcionada del niño.
– No apresures tanto tus conclusiones, hijo –el papá pacientemente le dijo–. Es cierto que ya te has subido otras veces en este vehículo, pero aún no has viajado en él como es debido. ¡Te lo aseguro!
– ¿Y cuál es la diferencia? –preguntó el niño con el ceño fruncido.
– Ahora la conocerás, ¡y vas a saber lo que es bueno! –dijo el padre mientras aupaba a su hijo en el asiento delantero.

– ¿Para qué sirve este botón, papá? –preguntó Marco, entusiasmado de nuevo, señalándole a su padre una luz roja e intermitente al lado del volante.
– Ese botón es la llave, hijo. En cuanto lo pulses y se ponga de color azul empezará tu viaje. Recuerda que a partir de ese momento ya nada podrás preguntarme. ¡Ahora conduces tú!
El niño pulsó el botón rojo con mucha solemnidad y, para su gran asombro, se activó un mecanismo que rápidamente iba aislando el coche del exterior. Luego los cristales cambiaron de paisaje y el niño ya no pudo ver a sus amigos ni a sus padres. A través de las ventanas observó que la panorámica se deslizaba hacia atrás, como si el coche estuviera avanzando a través de esas imágenes.

– ¡Bienvenido a Fantasía! –dijo una voz desconocida que Marco no supo ubicar–. No debes tener miedo, amigo, porque yo te acompañaré en todo el recorrido. ¿Cómo te gustaría llamarme?
– ¿Carmen? –dijo el niño con un ligero temblor en los labios, o, para ser más concretos, con una mezcla de incredulidad y desconcierto.
– ¡Me gusta ese nombre! –respondió la cantarina voz–. Y dime, Marco, ¿en qué lengua quieres que hablemos, en catalán, en valenciano o en castellano? Tengo entendido que te buscaron en Cataluña, naciste en Alicante y ahora vives en Andalucía…
– ¿Hablar? –preguntó Marco algo mosqueado–. Pero si no nos hemos visto todavía…
– Yo te estoy viendo, amigo; y si tú mirases de verdad también me verías.
–Entonces, ¿qué hacemos? ¿Hablamos, jugamos al escondite, o viajamos? –preguntó Marco mirando con cierta precaución hacia todos lados.
Mientras tanto, ante el viajero se iban deslizando paisajes que Marco jamás había visto antes, ni siquiera en la televisión o en los videojuegos. Una mezcla de imágenes coloridas resaltaba en los ventanales del auto, entrecruzándose para formar dibujos, como si una mano invisible los estuviera trazando. Una y otra vez, el movimiento generaba sin cesar nuevos trazados que pasaban con  rapidez ante la mirada sobrecogida del muchacho, y en seguida se transformaban en otras formas más raras que ni siquiera él, con su dilatada imaginación, hubiese podido fantasear.
– ¡Eh, amigo, no vayas tan deprisa, que a esa velocidad nadie ha entrado en Fantasía! –dijo la voz con suavidad.
– ¡Ya sé! –exclamó Marco–. Esto es un programa incorporado a un navegador, y tú eres un personaje virtual. Pero, ¿dónde estás?
– No te apresures tanto en tus conclusiones, muchacho, que ésa no es la solución –dijo la voz.
Poco a poco, surgió una imagen definida a través de los cristales: un campo primaveral cubierto de amapolas. Tan real le resultó a Marco ese paisaje que hasta pudo escuchar el trino de los pájaros y exhalar el aroma de las florecillas. Por el camino vio que se le acercaba, canturreando, una niña de cabellos morenos; sin prisas, y a cada paso, la desconocida se paraba a coger una flor por aquí y otra por allá.
Para gran asombro de Marco, la niña entró en el auto, se instaló en el asiento del copiloto y, dejando las flores a un lado, se abrochó el cinturón de seguridad.
– Esto no es un programa virtual, amigo –le dijo ella después–. Esos programas sólo sirven para adormecer la imaginación de los niños. Aquí eres tú quien conduce, es tu pensamiento el que pinta la realidad que va asomándose al cristal.
– Y, entonces, ¿quién eres tú? –preguntó Marco con un asomo de timidez.
– Yo soy la voz de tu fantasía. Esto quiere decir que tú y yo, juntos, podemos pintar el mundo como a nosotros nos gustaría –Carmen hizo un guiño travieso– ¿Cómo quieres hacer tu universo particular, muchacho?
El niño se quedó pensativo. Fijó la vista en el cristal del auto y, de repente, observó que ya no estaba el paisaje anterior, sino que eran sus pensamientos los que, mágicamente, iban tomando forma en las ventanas del coche. Vio a sus amigos jugando en el recreo de la escuela, a su maestra escribiendo en la pizarra, a sus abuelos frente a la tele, a su papá entrando en casa después del trabajo, a su mamá arropándole en la noche. Todos sus recuerdos asomaban al cristal y se iban, pero el rostro triste de una de sus vecinas se quedó ahí parado, mirándole, y no quiso marcharse.
– Me gustaría que la gente se riera más –dijo Marco.
– Pues hazlo, amigo –le sugirió Carmen–. ¡Píntale a esa mujer una sonrisa amable!
– ¿Con qué lápiz?
– ¿Es que aún no lo has comprendido? Sólo tienes que mirarla en tu cabeza como a ti te gustaría que ella fuera…
Marco cerró los ojos y se imaginó una sonrisa en aquel rostro. Entonces, para su gran sorpresa, la vecina le sonrió desde el cristal del auto

y después desapareció…

– ¿Por qué se ha ido su sonrisa y sólo ha quedado esa estrella? – preguntó Marco a la voz de su Fantasía mientras su dedo señalaba un brillante lucero.
– ¿No sabes que toda sonrisa se convierte en una estrella? Cualquier noche que no esté nublado, mira hacia arriba un rato y verás que el cielo entero te está sonriendo.
– Entonces, ¿está triste el cielo cuando no se ven las estrellas? –preguntó Marco intrigado.
– ¡Claro que no! –dijo Carmen–. La alegría siempre está. Lo único que sucede es que a veces sólo sentimos las nubes que se le anteponen. Pero, por detrás del nublado, siempre ríen las estrellas en la noche, y el sol durante el día…
el-viento-y-el-sol

– ¡Así es muy fácil ver reír al sol! –dijo Marco con alegría, señalando la imagen que había aparecido en el ventanal del coche–. Este sol no deslumbra ni hace daño en los ojos como el de todos los días…
– A veces, Marco, las cosas nos hacen daño para protegernos. Un daño pequeño puede evitar males mayores –dijo Carmen.
– ¿Cómo quedarse ciego? –preguntó el niño.
– Por ejemplo –respondió ella–, pero yo me refería, más bien, al “daño” que a veces te hacen tus padres o maestros…
– Tú pareces una niña muy mayor, Carmen, pues hablas igualito que la gente grande…
– Tienes razón, Marco, dejemos de parlotear y sigamos con nuestro viaje… Por cierto, ¿qué te gustaría ser de mayor?
El niño pensó en las tareas de la “gente grande” y, como al azar, se imaginó siendo un ejecutivo respetable. Al momento apareció un rostro serio a través del ventanal, ¡el suyo pero con arrugas de crispación y algunos años más!
Rápidamente, decidió que sería mejor convertirse en un hombre de conocimiento, de esos que sabían un montón de cosas sobre física, astronomía, matemáticas o filosofía, pero al instante cambió de opinión cuando a través del cristal vio a un hombre solitario, triste, viejo y cansado.

La profesión de bombero le pareció más emocionante, hasta que los cristales del coche prendieron en llamaradas de fuego.

El miedo condujo a Marco a una tarea más segura, por poner un ejemplo, la de banquero, pero pronto se convirtió en una tortura estar tantas horas contando dinero.

Sin duda era mejor ir, como hacía mucha gente de su pueblo, a la cosecha de la aceituna, y ya se estaba llenando el paisaje de olivos y fardos cuando el frío de la mañana le puso el vello de punta a Marco; decididamente, cogería las olivas verdes y en el plato.

Y así fueron pasando por la mente del niño, y por los cristales del auto, un montón de profesiones que enseguida iba él rechazando. Al final, aburrido ante un viaje tan real, Marco le dijo a su guía, un poquito enfadado:
– ¡Este viaje no resulta muy fantástico, Carmen! ¡Vamos a regresar al parque con mis amigos y mis padres!
– ¡Oh! –exclamó la niña muy sorprendida–. ¿Cómo quieres que regresemos si aún no te he mostrado Fantasía?
– ¿Fantasía? –preguntó Marco extrañado–. A mucha distancia debe quedar ese lugar, si todavía no he visto dragones, ni duendes, ni hadas, ni sirenas, ni héroes… en fin, que hasta el momento sólo he visto gente de todos los días.
– Eso es porque todavía no hemos cruzado la frontera de Fantasía, amigo –dijo Carmen con tono alentador–. Pero, mira, mira hacia el fondo y verás cómo cambia el paisaje y sus colores…

Marco miró en la dirección que la niña le estaba señalando y, para su sorpresa, tuvo que darle la razón a ella.
– ¡Es verdad! ¡Parece diferente! –exclamó–. ¿Habrá gente en ese lugar?
– Eso depende de tu imaginación, amigo, pues tú mismo vas a darle a Fantasía, población y colorido. Así que si no te gusta la gente de todos los días, tendrás que inventarte otra más festiva –dijo Carmen con un tono que a Marco empezaba a resultarle algo irritante.
– ¡Ah! ¡Ya entiendo! –dijo el niño con desparpajo–. ¡Tú estás segura de que, como antes no me gustaba ninguna profesión, puede irme bien la de inventor!
– Para eso se necesita genio y figura, muchacho –le respondió Carmen–, y tú todavía no me has mostrado esas cualidades…
Marco, que ya estaba hasta la coronilla de viajar con aquella niña tan listilla, decidió aplicarse a la tarea de inventor, y poniendo todo su empeño en tan novedoso asunto, se imaginó el mundo así como a él le gustaría que fuera.
Pintó de flores multicolores las montañas y los valles por donde correteaban incontables animales y, para su sorpresa, consiguió que la flora y la fauna hablasen. A todos les pidió consejo de cómo hacer un paisaje perfecto. Sin embargo, unos y otros empezaron a discutir sobre qué era más importante, decorar los asuntos de la tierra, o dedicarse a pintar estrellas en el cielo.
Y Marco, que quería dejar a todos satisfechos, convocó una reunión con los diferentes representantes de su creación:
– Las flores son lo más importante –dijo doña Mariposa–. No le hacen daño a nadie, embellecen el campo y perfuman el aire…

– Pero, que se sepa, no alimentan más que a los insectos –la interrumpió don Manzano–. Nosotros, los árboles frutales ¡sí que somos necesarios!…
– ¿Acaso no tienen más sustancia los cereales? –inquirió doña Cebada.
– No sólo de frutas y pan viven los personajes– intervino doña Ilusión–. ¡Qué sería de Fantasía si sus habitantes sólo pensaran en la digestión!
– ¿Y en qué otra cosa vamos a pensar? –preguntó don Roedor.

– ¡Lástima que Marco no os haya pintado alas! –exclamó don Águila Real–. ¡Bien alto os alzaríais hacia el cielo si supierais lo emocionante que es volar!

– En vez de tanto hablar, todos los que estáis aquí debierais alabarme –dijo don Río–. ¡Pues sin agua no sois nadie!
– ¿Acaso no es más vital el aire? –reclamó don Viento–. ¿Quién puede vivir sin un soplo de aliento?…
Marco, viendo que los componentes de la asamblea no se ponían de acuerdo, los hizo callar a todos gritando:
– ¡Silencio! ¡Ya estoy harto de tanta importancia particular! ¡Todos somos necesarios en Fantasía! En realidad, nos hemos reunido aquí para hacer este lugar más bonito todavía…
Marco dio claras instrucciones a cada personaje de Fantasía. Les dijo que lo más importante era que cada uno realizara su tarea lo mejor que supiera, sin enfadarse ni quejarse.
Luego, antes de iniciar su viaje de retorno, se despidió de todos con mucha alegría, prometiéndoles que algún día volvería de nuevo a visitarles.

– ¡Vaya, vaya, amigo! –sonó de nuevo la cantarina voz de Carmen–. Al final me voy a creer que eres el mejor inventor que he conocido…

Marco miró hacia donde sonaba la cantarina voz y, de repente, vio que Carmen se alejaba ya por el mismo campo por donde antes apareció.

– ¡No te vayas tan deprisa, Carmen! – gritó el niño desde el coche – ¿No ves que hemos llegado al parque y quiero presentarte a mis amigos y a mis padres?
Carmen, desde lejos, se dio la vuelta y le dijo canturreando:
-¡Feliz cumpleaños, amigo! Disfruta de este día tan bonito… ¡Ah!, por cierto, Marco, cuando quieras volver a Fantasía, sólo tienes que llamarme, con auto o sin auto…