Para borrar de mí las horas caducas, que caen como hojas de los árboles al llegar el invierno, he decidido registrar en cada página lo perenne.
El amor escribe con trazos suaves, ahora y a deshoras, con la frente inclinada sobre el misterio de esta página que, de tan escurridiza, nunca guarda memoria de aires que dicen y desaires que contradicen.
El blanco de la página me pide no ser tiznado de asuntos pasajeros, me dice que no convierta el arte de la escritura en un simple archivador de sucesos o en un frigorífico de circunstancias.
Y es que, si las palabras quieren, hacen oceánica a la página, mágica, ofreciendo alas a los navegantes que se le acerquen.
Pero escribir, o leerse, es algo más que un bálsamo para los viajeros o un puñado de palabras nutrientes en mitad de un desierto solitario. Todo depende de la fuerza con que la voz se levante en medio de esta página en blanco, e indague, explique, calme o sonría, abriendo la mirada a otros mundos posibles.
Me alegro entonces de no tener la suficiente memoria como para hacer un archivo de actualidad con mis escritos, porque sólo así, moviéndome sin dejar rastro, me será más fácil conseguir que la libertad encuentre siempre un lugar donde su trazo imperecedero quede impreso en las páginas de mi vida.