«La palabra debe ser vestida como una diosa y elevarse como un pájaro» – Proverbio tibetano
Como exploradora que soy en las artes literarias, escribo a menudo en mi ordenador portátil, en ese documento Word al que Microsoft le ha incorporado tantas facilidades para que un escrito quede impoluto, perfectamente alineado y sin faltas de ortografía, y al que, además, se une el apartado de sinónimos –ayuda impagable para no caer en la redundancia–.
Considero que el Diccionario de la Real Academia ofrece un amplio abanico de posibilidades que aún no he conseguido explorar en su totalidad, motivo por el cual evito los neologismos en el texto, además de eludir las palabras sórdidas. Es más, a menudo busco entre todos los sinónimos aquellos adjetivos que otorguen más belleza a mis escritos. Desde hace tiempo pienso que la lectura lleva consigo una especie de música insonora que, independientemente del argumento, eleva el espíritu del lector en su recorrido; o lo hunde en una caída sin fondo.
Como amante de la poesía, estimo esos términos que ensalzan un escrito elevándolo por encima de su significado y, por esto mismo, cada domingo quedo angustiada cuando, en el artículo estrella del dominical, aprecio expresiones como: mala leche, gentuza, puñetera mierda, los trincan, amariconando, rollito macabeo, soplapollez, cabrón, frikis, cantamañanas… etc. Y es que, aunque algunas de estas palabras estén admitidas por la RAE -y aunque dicha institución tenga entre sus miembros al autor de dicho vocabulario-, no por ello dejan de ser malsonantes. Y es que, si bien con ellas podrían lograrse rimas asonánticas, estoy convencida de que ningún poema las admitiría en sus versos ya que bajan la vibración del lector a los lúgubres rincones del alma.