En los últimos tiempos hablo poco.
No llevo la cuenta de mis palabras, pero hablo poco.
Y hasta incluso me alegro, porque las palabras parecen a veces puentes a ninguna parte, estructuras de sonidos que intentan tejer caminos y autopistas en el aire, pero que, por falta de cimientos, se difuminan, se borran, olvidándose como cosa muerta, inútil, como cacharros de lata en el contenedor de los sonidos.
No significa que me haya transformado en una persona muda.
Es sólo que hablo poco, sin tristeza, sin alharacas.
Prefiero escuchar, leer y meditar. Y guardar la voz para cuando suene otra música en mi corazón que pida ser rescatada de su cautiverio. La libertad del amor es el elemento clave, la única razón que, en mi caso, merece la pena de pronunciarse.
El corazón, tan presente y a la vez el gran olvidado en los grandes relatos, reclama en silencio su sitio; dice con su latir constante que su bombeo de sangre, con el callado esfuerzo que realiza a diario, ha de ser por algo, que vivir ha de tener un significado, y también una alegría que, con palabras o sin ellas, desee ser transmitida, expandida…