Recuerdo hace muchos años cuando escribía cartas con el pulso de la mano, notando como si todo el sentir de mi corazón se extendiera en la tinta del bolígrafo, desparramándose en esos renglones empeñados en torcerse hacia la esquina superior del folio. Tantas emociones temblorosas que quedaron grabadas en cada correspondencia… Me acuerdo que luego hice una plantilla con líneas rectas para ponerla debajo del papel y así le gané la batalla a las curvas, viajando las palabras con más seguridad por la superficie de la página. Ahora que lo pienso, es como si mi naturaleza esencial no entendiera de líneas rectas, pero finalmente hubiera sido encauzada en la rectitud de la línea. Más ilustra esto que comento cuando vino el ordenador y quedó resuelto para siempre el asunto de la exactitud en el trazado. El pulso pudo relajarse definitivamente pasando el relevo a la punta de los dedos que a su vez aprendieron a traducir en pulsaciones rítmicas el flujo de cada emoción emergente.
Después de tantos años y tantas páginas escritas, las que están publicadas y las que siguen almacenadas en los archivos del ordenador, viene en estos tiempos la naturaleza esencial (la voz que sobrevuela el papel o lo traspasa) a rescatar sus dominios, sobreponiendo la palabra viva a la palabra impresa. Toma mi garganta la pluma cuando ve un corazón receptivo, cual si fuera éste una invisible página blanca, y escribo en el aire, en el instante real de cada encuentro, palabras nacientes, temblorosas a veces, con sus curvas y relieves.
No habrá estanterías, ni encuadernaciones, ni títulos, ni autógrafos para estos capítulos dinámicos, expresados en tiempo presente, y, sin embargo, cada año hay un Día del Libro celebrado donde puedo mostrar las frases que se empeñan en salir de la rectitud de la línea para cantarle al viento la dicha de cada reconocimiento, la alegría de haber encontrado por un instante esa magia compartida que le dio a las palabras razón de ser y también libertad al ser.