«Yo soy para ti, florecilla, como la noche
misteriosa, sólo puedo darte silencio y olvido,
pero cuando abras tus ojos a la luz de la mañana,
mis lágrimas de rocío calarán el secreto
de tu alma…” Le dijo a esta niña un olivo.
La niña no olvida el misterio de su amigo.
Pasan las estaciones, el campo bebe y se renueva,
y al año siguiente regresa al olivar cargada de pañuelos:
ella secará las lágrimas de esos ojos secos
desvelándoles la risa iluminada del reencuentro.
Si no fuese por lo mal que lo pasa a primera
hora de la mañana, se diría que esta niña disfruta
de irse con su familia a la recogida de aceitunas.
Y es que lo peor es la llegada al olivar, cuando
el manto de escarcha todavía cubre el campo;
las rodillas se niegan a hincarse en la tierra helada,
y las gélidas olivas se le caen de las manos.
El padre mira a su niña: la carita roja de frío,
el cuerpo abrigado pero entelerido; de lejos va
y le grita: “Anda, corre y rebusca unas tamarillas,
que vamos a encender una lumbrecilla. ¡Aligérate,
hija, que se te vaya calentando la sangre!”
Y ella rastrea por todos lados su cosecha de ramas,
hasta que la parva se hace grande y suficiente
para que prenda un fuego reconfortante.
Acerca sus manos a la pira, y a través de la flama
mira a sus hermanos que ya terminaron de varear
un olivo y tiran de los fardos cargados de aceitunas.
Piensa ella en su amigo misterioso, y el árbol se crece
en su fantasía como una presencia erguida e inmortal,
siempre verde, en medio de la tierra árida y oscura…
“No te quedes ahí parada, hija –le dice su padre–,
que al frío se le vence con brío y celeridad”.
Ella corre en busca de más leña, no sea que se apague
la hoguera. Sólo cuando está segura de su flameante
fuerza, se acerca a los fardos y ayuda a sus hermanos
en la criba de tallos, para llenar de olivas los sacos.
Asoman los primeros rayos de sol que apenas calientan,
pero la niña, afanosa, ya no tiene frío: con la espuerta
a mano, se echa sobre la tierra y recoge las aceitunas
caídas; al lado de la patilla está la mejor solada
y entre puñado y puñado, la esportilla pronto se llena.
Entre puñados, olivos y salteos, desfila la mañana,
y cuando el gorrión en el albero busca su pitanza,
la niña piensa en la comida, esperando anhelante
que la voz de su padre anuncie la pausa del mediodía.
A sol y sombra, se sientan alrededor de la merienda,
y ¡qué rica está la comida que su madre les ha preparado!
El pan chorreando aceite en sus manos, el queso de cabra,
el surtido de la matanza, las nueces y la naranja…
Después descansan un rato, antes de seguir la faena:
el padre y los hermanos hablan de asuntos cotidianos,
pero a la niña le gusta echarse sobre la tierra, sentir
sus latidos al mirar el vasto cielo encima de ella.
Le gustan las burbujitas suspendidas en el aire,
como motas diminutas que se dejan arrullar
por el susurro de la brisa. Y le gusta disfrutar
de ese momento en que todo es ligero y fugaz,
como si de los altos cielos bajase hacia la tierra
un cortejo de hadas y en sus alas pudiera volar.
La tarde se le hace más larga y calurosa,
rehuye el sol buscando el frescor de la sombra.
Mantiene diálogos con cada olivo donde se posa
y a cada uno le cuenta cosas diferentes: la carta
que este año le escribió a los reyes; lo bien
que éstos se portaron; los estudios van regular;
lo peor las matemáticas; pero leer le encanta,
con el último cuento también lloró al final…
Y el olivo le responde con un poema:
“La vida está aquí, en esta tierra,
en la mente soñadora que se mira
en las estrellas. Yo no sé si soy un árbol
o un río invisible que mana aceite.
Aunque viva eternamente parado,
mi néctar recorre el mundo de mesa
en mesa, de labio en labio…”
Y entre puñados y espuerta, entre ramas y olivo,
entre silencio y diálogos, pasa amena la tarde.
El sol aprieta y da gusto coger las aceitunas
que están junto a la patilla del árbol,
pero sin olvidar los salteos, ¡eso nunca!
No le dan pereza a la niña los pasos,
pues allá donde ve una oliva, por lejos
que se haya caído, ella va y la busca.
Y esto sucede desde que una aceituna le contara
su historia, y lo cansada que estaba de volver
a ser tragada, una y otra vez, por la árida tierra.
Desde entonces la niña se ha convertido
en la salvadora de las aceitunas salteadas.
Las libera en sus manos, cual estrellas fugaces
que al vuelo alcanza y su destino lanza
en la espuerta, para que retornen a su seno
con la magia de saberse realizadas.
Pues toda aceituna se merece la vida
y el recorrido en que verá cumplido su sueño.
Si el destino de toda aceituna es tornarse aceite,
no ha de permitir ella que ninguna se quede
en el terreno, expuesta a ser devorada por la tierra,
teniendo que esperar a la siguiente temporada
para renacer de nuevo en la próxima cosecha…
Cuando la tierra empieza a adormecerse,
termina la jornada. Su padre reclama a la niña
para que ayude a doblar los fardos, y juntar el hato.
Todos regresan a casa con los huesos cansados
y un canto de paz en el pensamiento, en voz baja,
no sea que el cielo y el olivar se despierten…
La niña mira hacia atrás, hacia el campo de olivos,
cual si de lejos pudiese ver mejor a sus amigos,
feliz de que su infancia anide en esas ramas
que le han desvelado el secreto de su alma…
Girasoles al amanecer en Torredonjimeno – Jaén
¡¡¡Gracias tosirianos, por esa receptividad que permitió expresarse a esta niña aceitunera!!!