En la más remota Antigüedad, el analfabeto primero no sabía leer ni escribir, pero sabía contar. Era el depositario y transmisor de la tradición oral y, por lo tanto, el inventor de los mitos y leyendas. Las culturas de todos los tiempos tuvieron deseos de contar sus vidas y experiencias, así como los adultos tuvieron la necesidad de transmitir su sabiduría a los más jóvenes para conservar sus tradiciones y su idioma, o para enseñarles a respetar las normas ético-morales establecidas por cada pueblo, ya que los valores del bien y del mal eran representados por los personajes que emergían de la propia fantasía popular. Es decir, en una época primitiva en la que los hombres, por vía oral y de generación en generación, se transmitían sus observaciones, impresiones o recuerdos, los personajes de los cuentos eran los portadores del pensamiento y el sentimiento colectivo. De ahí la importancia de los cuentos que leemos a temprana edad –cuando aún somos analfabetos en el vasto océano de saberes que luego habremos de asumir o rechazar–, puesto que son esos seres extraordinarios los que dejarán en nuestra alma el referente más puro y nítido de valores, sentires y cualidades que cada cual desarrollará a lo largo de su existencia. No cabe duda de que es en esas primeras lecturas cuando, atrevimiento y miedo, malicia y nobleza, traba e ingenio, encarnan las imágenes que por siempre animarán el Gran Cuento que dejaremos escrito en nuestra historia particular y colectiva.
De los incontables libros que he leído en el transcurso de mi vida, apenas si recuerdo títulos, tramas, ni autores, pero sí permanece nítida en mi memoria la emoción que sentí ante el primer cuento que me hizo llorar. Fue aquél que desató un nudo en mi garganta y a través del cual la palabra escrita me transmitió, por vez primera, un sentir ajeno en una imagen que hice mía. Sucedió antes de cruzar la franja que separa la niñez de la adolescencia y aún puedo rememorar los estantes de la antigua Biblioteca del pueblo, donde tomé prestado el libro, o el color amarillento de sus páginas desgastadas por el tiempo y también, quizá, por otras lágrimas que me precedieron.
Esta fábula en particular describía la historia de una loba cuyo instinto le apremiaba a salvar a sus crías del acecho de la más peligrosa de las sombras: el águila revoloteaba en el cielo buscando su almuerzo. La madre salvó distancias y pruebas desplazando a su camada, así como mejor pudo, por la espesura del bosque, sin detenerse hasta que cada uno de sus hijitos quedó en lugar seguro. Sin embargo, para mi propia desolación, no logró salvar al último de sus lobeznos.
Hoy sé que el narrador de esta fábula no pretendía hacerme sufrir gratuitamente, sino mostrarme con suavidad la desgarradora lucha de supervivencia que la fauna manifiesta en los bosques. Poco sabía yo por entonces que, con el devenir del tiempo, en los bosques de mi vida seguirían anidando la fragilidad, el amor protector, la sombra del acecho, la voluntad, el laberinto de la duda, el miedo… y todas las emociones que despertaron en mi infancia, mientras leía este cuento.
Hoy, mirando hacia atrás, sé que han sido aquellas primeras lecturas las que dejaron una impronta imborrable en mi desarrollo como persona. Y creo que fue porque realmente yo me creía el cuento. Lo vivía con todo mi ser. Amé los libros desde el comienzo y en mí sigue viviendo la esencia de esos personajes que encarnaron la ternura, la tenacidad, la fuerza, la sabiduría, las ganas de creer en lo increíble, la necesidad de comprender lo diferente… Al final todo son disfraces que el Amor adopta para amarnos. Lo fácil para el adulto es eludir la existencia con explicaciones, justificar esa alternancia de felicidad y miedo que expresa el ritmo natural de lo que uno va siendo. Lo difícil es que en el trayecto no te pierdas, que contigo siga caminando ese niño errante y sin malicia que busca su porción de suerte…