Un día me puse a buscar el primer recuerdo de amor que podía rescatar al tejido memorial -la conciencia inicial de estar sintiendo amor-, así que fui tirando del hilo hasta encontrar esa primera impronta grabada en mi alma.
Sucedió cuando tenía unos tres años y jugaba con otros niños y niñas del barrio. A eso del anochecer vi asomar a mi padre por la esquina de nuestra calle y, sin pensar en otra cosa que no fuese atender al impulso naciente, eché a correr cuesta abajo para perderme en sus brazos que me auparon hacia la fortaleza de sus hombros hasta llegar a casa. En la intensidad primigenia de ese tramo quedó grabada para siempre la sensación de avanzar hacia el amor y sentirme aupada por la dicha del encuentro, segura en los hombros del mundo.
A veces, todavía hoy, puedo sentir la alegría de una niña que corre a recibirle calle adentro, y sucede siempre que asoma cada primer amor por las esquinas del tiempo…