En todos los libros palpita el conocimiento, aunque lo que se relate en ellos siempre nos parezcan sorbos de una verdad que nunca acabamos de absorber por completo. Los paisajes de la mente van poblándose en esos viajes que realizamos a través de historias novelescas, del cuento y su moraleja, de la poesía y su exclamación, o del discurso filosófico de un pensador que abre interrogantes en la mente dejando un trazado, un mapa, a la ruta vital y particular. Porque es en el otro libro, en el Gran Libro de la Vida, donde finalmente toman sentido los dichos que almacena el recuerdo o las exclamaciones que atesora el sentir más profundo; donde por fin se va desplegando la respuesta a esa pregunta esencial que nos lanza a la existencia una y otra vez. ¿Quién soy yo?
Luego, en algún momento, llega el momento en que las cosas se dan la vuelta. Algo así como si alcanzaras el límite del espejo y te toparas con el otro lado de la imagen. Es lo que veías, pero al revés. Y sucede entonces que empiezas a leer en la experiencia y es ésta la que va entretejiendo tu propia novela, y los límites de tu realidad ya no son las fronteras de tu comprensión, sino que confías en un paisaje que, aun difuminado, va tomando forma en los rincones inexplorados del ser, allí donde no alcanza el entendimiento pero anida tu sentir más hondo. Y es entonces cuando la página donde leías o escribías ya no está hecha de papel sino de aire fresco en el ocaso, de mentes abiertas a la nueva luz que asoma por el horizonte, de corazones que le cantan su poema al día y a la noche…